"Estás a esto de pedir las ayudas. Los dominicanos es que son muy lentos. Les pedí que se cantaran algo en la fiesta de Navidad y les dio vergüenza, ¡luego están todo el día dando palmas! Los moros huelen a ajo porque lo usan mucho en su cocina. La cultura gitana es machista."
Podría seguir, pero duele.
¿Os ha pasado? ¿Alguna vez habéis oído algo así en boca de algún compañero o compañera? A menudo se habla del racismo en el trabajo, en los medios de comunicación, del racismo institucional, hasta del racismo en el fútbol. Pero, ¿qué pasa con el racismo en los claustros?
Me atrevería a apostar que ninguno de los que han afirmado con total normalidad cualquiera de estas frases respondería que sí ante la pregunta de si se considera a sí mismo una persona racista. De hecho, he tenido que escuchar atónita discursos de lo más acalorados en contra del auge de la extrema derecha en este país en boca de los mismos compañeros que en alguna ocasión han soltado perlas semejantes. Yo no soy racista, pero... Si oyes esto, prepárate: estás a punto de escuchar un comentario xenófobo.
Sí. Lo siento. Lo es. Es racista aunque tú no te consideres una persona racista, aunque seas votante de izquierdas y mucho menos aunque te encanten las negras. Puede que no quieras serlo, pero tenemos que ser muy conscientes de que reproducir cualquier tópico o generalización sobre personas racializadas solo contribuye a perpetuar prejuicios y estereotipos que, de muy diversos modos y en diferente intensidad, conducen a actos discriminatorios.
Esta necesidad de dejar claro que crees firmemente en la igualdad de derechos justo antes de decir algo que puede sonar xenófobo, o una más que segura reacción de cabreo y ofensa si alguien se atreve a tacharte de racista por ello, pone de manifiesto hasta qué punto somos conscientes como sociedad de que el racismo es algo detestable. Y es que desde que somos pequeños nos enseñan que ser racista es malo, pero, por otro lado, también nos enseñan a serlo.
Lo mismo ocurre con el machismo. Claro que cuando eres pequeña tu madre no te mira a los ojos y te dice que has nacido para complacer a los hombres y que tu misión más importante en la vida es estar muy buena y estar siempre perfecta, pero antes de cumplir los seis años te habrán agujereado las orejas, te habrán llenado de lazos y habrás tenido que aprender a jugar sin que se te vean las bragas mientras lo primero que te dicen tu tía, tu abuela y tu vecina cada vez que te ven es lo guapa que estás con ese vestido.
Pues volviendo al racismo (que me lío) y volviendo también a los claustros, creo que debemos poner sobre la mesa la gravedad que supone la falta de reflexión ante el peligro de los microrracismos por parte de los profesores y profesoras. Y es que son tan peligrosos por eso, porque son actos que encajan en nuestra creencia popular, son aceptados por la mayoría y por ello no los identificamos como tal, pasan desapercibidos.
En una sociedad formalmente igualitaria como la nuestra, está claro que todos nos llevaríamos las manos a la cabeza e intervendríamos sin dudarlo ante la discriminación por raza por parte de un profesor a un alumno. Pero hacer este tipo de comentarios, hablar de experiencias individuales convertidas en una generalización que con bastante frecuencia resulta ser una cualidad poco ensalzable, reproducir tópicos rancios y sin fundamento no se considera algo tan grave y veo a diario como comportamientos de este tipo quedan impunes.
Pero es que además, somos maestras. Me gusta mucho creer en la idea que decía Dewey de que la escuela funciona como una institución social cuya vida debería ser un fiel tránsito de las características y experiencias positivas de la vida real. No podemos negar el papel de la escuela como agente socializador, y por ello creo que como maestras, deberíamos tener primero a nivel individual y después de manera colectiva, un compromiso muchos más firme con los valores democráticos que defendemos sobre el papel.
Podría seguir, pero duele.
¿Os ha pasado? ¿Alguna vez habéis oído algo así en boca de algún compañero o compañera? A menudo se habla del racismo en el trabajo, en los medios de comunicación, del racismo institucional, hasta del racismo en el fútbol. Pero, ¿qué pasa con el racismo en los claustros?
Me atrevería a apostar que ninguno de los que han afirmado con total normalidad cualquiera de estas frases respondería que sí ante la pregunta de si se considera a sí mismo una persona racista. De hecho, he tenido que escuchar atónita discursos de lo más acalorados en contra del auge de la extrema derecha en este país en boca de los mismos compañeros que en alguna ocasión han soltado perlas semejantes. Yo no soy racista, pero... Si oyes esto, prepárate: estás a punto de escuchar un comentario xenófobo.
Sí. Lo siento. Lo es. Es racista aunque tú no te consideres una persona racista, aunque seas votante de izquierdas y mucho menos aunque te encanten las negras. Puede que no quieras serlo, pero tenemos que ser muy conscientes de que reproducir cualquier tópico o generalización sobre personas racializadas solo contribuye a perpetuar prejuicios y estereotipos que, de muy diversos modos y en diferente intensidad, conducen a actos discriminatorios.
Esta necesidad de dejar claro que crees firmemente en la igualdad de derechos justo antes de decir algo que puede sonar xenófobo, o una más que segura reacción de cabreo y ofensa si alguien se atreve a tacharte de racista por ello, pone de manifiesto hasta qué punto somos conscientes como sociedad de que el racismo es algo detestable. Y es que desde que somos pequeños nos enseñan que ser racista es malo, pero, por otro lado, también nos enseñan a serlo.
Lo mismo ocurre con el machismo. Claro que cuando eres pequeña tu madre no te mira a los ojos y te dice que has nacido para complacer a los hombres y que tu misión más importante en la vida es estar muy buena y estar siempre perfecta, pero antes de cumplir los seis años te habrán agujereado las orejas, te habrán llenado de lazos y habrás tenido que aprender a jugar sin que se te vean las bragas mientras lo primero que te dicen tu tía, tu abuela y tu vecina cada vez que te ven es lo guapa que estás con ese vestido.
Pues volviendo al racismo (que me lío) y volviendo también a los claustros, creo que debemos poner sobre la mesa la gravedad que supone la falta de reflexión ante el peligro de los microrracismos por parte de los profesores y profesoras. Y es que son tan peligrosos por eso, porque son actos que encajan en nuestra creencia popular, son aceptados por la mayoría y por ello no los identificamos como tal, pasan desapercibidos.
En una sociedad formalmente igualitaria como la nuestra, está claro que todos nos llevaríamos las manos a la cabeza e intervendríamos sin dudarlo ante la discriminación por raza por parte de un profesor a un alumno. Pero hacer este tipo de comentarios, hablar de experiencias individuales convertidas en una generalización que con bastante frecuencia resulta ser una cualidad poco ensalzable, reproducir tópicos rancios y sin fundamento no se considera algo tan grave y veo a diario como comportamientos de este tipo quedan impunes.
Pero es que además, somos maestras. Me gusta mucho creer en la idea que decía Dewey de que la escuela funciona como una institución social cuya vida debería ser un fiel tránsito de las características y experiencias positivas de la vida real. No podemos negar el papel de la escuela como agente socializador, y por ello creo que como maestras, deberíamos tener primero a nivel individual y después de manera colectiva, un compromiso muchos más firme con los valores democráticos que defendemos sobre el papel.
¿Qué puedo hacer yo como maestra, siendo una persona no racializada? En primer lugar identificar y reconocer mis privilegios. No es fácil, hablamos de conductas muy arraigadas en nuestra educación y nuestra cultura, y sobre todo puede resultar especialmente difícil reconocer en una misma aquellos rasgos que condenamos abiertamente cuando se trata de otras personas. Pero estoy segura de que todos y todas, aún no queriendo serlo, podemos encontrar conductas, comentarios o diversas ocasiones en las que hemos pensado o hemos presupuesto tópicos racistas en algún momento. ¿Quién no ha llamado carne a ese color entre salmón y un tono melocotón que no se de qué otra forma llamarlo si no es así? Sin embargo toda la gama de marrones se denominan como tal, marrones. ¿Quién no ha dado por hecho que una persona negra es extranjera y se ha preguntado su procedencia aunque hable perfectamente nuestro idioma? Vivir en constante reflexión es el único camino válido hacia la construcción de espacios realmente igualitarios.
Otra cuestión importante es la de proporcionar referentes. Reflejar nuestra diversidad social y cultural, de cualquier origen, es vital para favorecer la autoidentificación de las minorías. Si solo mostramos médicos blancos cuando trabajamos las profesiones, todos los profesores del colegio somos blancos, los presentadores de televisión que veo en la tele son blancos, personas "de éxito" de cualquier ámbito, de directivos que ostentan cargos de poder o de los representantes políticos ya ni hablamos... Estamos mandando un mensaje bastante claro: si no eres blanco, nunca tendrás este papel en la sociedad. Una idea bastante alejada de la falácea de la meritocracia que a menudo pretende venderse, y en este sentido constituye de nuevo una doble opresión ya que, en el caso de las personas racializadas, podremos además culparles de no haberse esforzado lo suficiente para llegar a donde quisiesen, ¿o es que no habéis visto a Obama?
Y por último, pero no por ello menos importante, debemos posicionarnos y mostrar nuestro rechazo. Señalar esos microrracismos, llamarlos como lo que son y abrir el debate entre los compañeros y compañeras que lo normalizan. Sé que es agotador, yo misma me he dado la vuelta y me he callado más veces de las que me gustaría reconocer; pero de otra manera, creo que estamos contribuyendo a que estas ideas persistan. Ya dijo Ángela Davis que en una sociedad racista, no basta con no ser racista, debemos ser antirracistas.